Hoy voy a hablaros de “soledades”. De la íntima existencia del “yo” solo consigo mismo; del silencio del alma y del cuerpo; del no compartir nada con ningún otro ser vivo. La soledad puede definirse como “la carencia voluntaria o involuntaria de compañía”, puede referirse a lugares desiertos, inhóspitos, ausentes de vida; terreno no habitado físico o espiritual; sobreviene, a veces, con el sentimiento por la pérdida de alguien o algo querido; y hasta coplas se entonan en su nombre y a su ritmo.
Existe la soledad del individuo, la de las almas errantes, la del que está en lo más alto, la del poder, aquella que surge incluso en los sitios donde la humanidad se hacina a voluntad, la soledad de lugares en los que se es una figura anónima entre tantos. Contemplamos la solitaria existencia de un hombre harapiento y denigrado que pide por las esquinas, la soledad de alguien que lo tiene todo pero, en realidad, no tiene nada, la soledad del que lucha y la de aquel que no lo hace, el incómodo sentimiento de quien es rechazado, y la sensación absurda (o no tanto) de aquel o aquella que, rodeados de amigos, presienten que son almas solitarias.
He estudiado estos momentos desde todos los ángulos. Me interesa. Quizás no tanto como un experimento sociológico, y sí más como un cierto grado de reconocimiento hacia aquellas personas con las que, en mayor o menor medida, me identifico. Porque soy un alma solitaria. Una de esas que realmente no sabe si la soledad vino a su vida de manera voluntaria o, al contrario, como algo que ha surgido desde el resto de mis congéneres, a lo mejor no conscientemente, pero quizás como un rechazo del subconsciente hacia quien no dirige sus pasos al mismo son que los de ellos.
Pero no quiero hablarles de mi situación, de mi vida o de mis venturas o desventuras por este camino con escollos al que llamamos vida; lo que realmente quiero referirles es una historia, puede que real o puede que imaginaria, que hace unos años me permitió conocer una clase nueva de soledad que jamás había conocido.
Se acercó a mí, silenciosa, como un soplo de viento frío proveniente del mar. Me habló. Y su acento fuerte, rudo, gutural, con las erres muy marcadas me hizo identificarla como una de esas tantas jubiladas alemanas que pasean sus últimos años de vida por la costa, atraídas por un clima más benigno donde disfrutar del sol y la buena comida hasta el fin de sus días.
Cuán equivocada estaba.
Quedó de pie junto a mí mientras yo descargaba las maletas del coche y las apoyaba en las escaleras de acceso al hotel donde había decidido pasar unos días de asueto en los que iba a dedicarme a hacer de turista: pasear por la playa, comer pescado fresco en cualquier restaurante con encanto y deleitarme con alguna que otra copa de vino de la tierra, fresco o con sabor a madera añeja. Pensaba disfrutar de mi soledad perdiéndome por las callejuelas de aire andaluz del pueblo y contemplando el mar desde la terraza de la habitación del hotel que había reservado en un arranque de ímpetu impropio de mí. Necesitaba darle a mi vida el aroma y el sabor de nuevos aires.
La miré detenidamente cuando me saludó con un educado “buenos días”. Vestía un traje de terciopelo negro: falda a la altura de las rodillas y chaqueta con solapas de un tono oscuro impoluto, solo roto por la camisa que se dejaba entrever a la altura del cuello en forma de puntilla nívea, y un broche prendido encima del corazón de oro y perlas. Llevaba la cabellera rubia, salpicada de canas, recogida con un pasador dorado a su nuca. De mediana altura, su pálida tez surcada por una miríada de pequeñas arrugas, hacía sobresalir el vivo color de sus ojos de un azul parecido a ese mar que vislumbraba ya desde la puerta del hotel. Estaría más cerca de los ochenta que de los setenta pero, aún así, denotaba un porte regio y elegante propio de esas películas nostálgicas en blanco y negro en las que las actrices fumaban con boquillas nacaradas y los actores escondían sus rostros tras sombreros y gabardinas.
–¿Me haría usted un favor? –me preguntó sosteniéndome la mirada.
Asentí sin pensarlo mucho dado lo educado de la pregunta.
–¿Me podría acompañar dentro? –dijo señalando el hotel donde yo iba a hospedarme–. Es que me gustaría comprobar si hay una persona en recepción.
Su petición me pareció un poco extraña, ya que no veía para qué necesitaba mi compañía en ese menester. Aún así, acepté y dejé que se cogiera de mi brazo mientras atacábamos los primeros tramos de la escalera.
Una vez dentro, me fijé que escrutaba con insistencia cada rostro tras el mostrador de recepción. Su mirada, fría y dura, pasó de una cara a otra hasta que se dio por satisfecha.
–No está –me indicó categórica con un deje de lo que creí que era alivio en su voz. Y volvió a cogerse de mi brazo para salir de nuevo al exterior–. He estado alojada en este hotel durante muchos años.
–¿De verdad? –pregunté más por cortesía que por otra cosa.
–Sí… pero ahora estoy en otro dos calles más atrás –se paró y me miró directamente a los ojos al tiempo que bajaba el tono de voz–. Me robaron ¿sabe? Me quitaron todas las joyas, herencia de mi familia, cuando me hospedaba aquí. Y sé quien fue. Uno de los chicos de recepción. Pero ahora no está.
–Quizás ya no trabaja aquí –le comenté entre interesada e incrédula.
–Quizás…, pero usted sabe que hay turnos –me dijo como si fuera una obviedad que yo tendría que conocer–. Lo veía rondar por los pasillos. A todas horas. Con esa sonrisa displicente que me daba muy mala espina al principio. Pero él siempre se mostró amable y creo que, simplemente, dejé de fijarme. En realidad, debió estudiar mis idas y venidas durante meses. Luego, un día, aprovechó mi ausencia para quitarme aquello que era mío. Sin remordimientos, sin compasión –expresó categórica y una sombra de dolor cruzó por su rostro.
Ambas nos quedamos en silencio unos segundos sopesando todo aquello que se había dicho.
–Me robaron todas las joyas, todos mis recuerdos… –dijo sin dirigirse a nadie en concreto, con la mirada perdida evocando tiempos pasados.
–¿Y la policía? ¿No pudieron averiguar nada?
–No hicieron nada, ni hubo investigación. Ni siquiera me hicieron caso.
La miré incrédula. ¿Por qué no iba la policía a investigar un caso de robo como ese? Por unos momentos, por mi cabeza pasó el hecho de que a lo mejor a la señora le había ganado la senilidad e inventaba esa clase de cosas para vencer a la soledad que parecía presente en su vida. Después, al mirarla a los ojos, tuve que reconocer que me equivocaba pues, su mirada, delataba a la mente inteligente que se hallaba detrás.
Debió de darse cuenta de mis dudas ya que, inmediatamente, justificó sus palabras.
–A las personas como yo, a pesar de vivir más de media vida en este lugar, no nos gusta que los demás tengan acceso a nuestras intimidades –me confió–. Debería de haberles bastado con los años que llevaba residiendo en el hotel y todas las personas que me conocían y podían corroborarlo; debería de bastar para que me consideraran una ciudadana más. Pero no. Necesitaban un papel que lo atestiguara.
La señora se mostraba enérgica en sus pensamientos aunque su presunción fuera errónea bajo el punto de vista de la sociedad en la que actualmente vivíamos. En esta sociedad, para bien o para mal, todos teníamos que estar convenientemente identificados y, el no poder o querer hacerlo, nos privaba de ciertos derechos.
Pero –me pregunté–, ¿por qué no querría identificarse una persona a la que acababan de robar?
Todo era muy extraño y sembró cientos de preguntas y conjeturas en mi cabeza.
Pero cuando ya me disponía a poner en palabras mis pensamientos, habíamos llegado a las puertas del hotel y, la señora, me dio un “gracias” rápido y, con una inclinación de cabeza a modo de despedida, se alejó de mí y no tuve el valor de llamarla para hacerle partícipe de mis cuitas.
Después, olvidé lo ocurrido y me dediqué a pasear mi soledad por todos los lugares que me había marcado para el resto del día hasta que, a altas horas de la noche, caí rendida en la acogedora cama del hotel.
Al día siguiente, tras una prolongada ducha, salí a caminar por el paseo frente al mar buscando un lugar en el que me apeteciera acomodarme para desayunar. De pronto, la vi venir hacia mí. Con el mismo traje de terciopelo oscuro del día anterior, daba una nota incongruente al paisaje marino que nos rodeaba. Una vez más, pensé que parecía sacada de una película antigua e intenté imaginar su figura junto a actores de aquellos años gloriosos del cine negro americano.
–Me gusta dar un paseo todas las mañanas –dijo a modo de saludo mientras acomodaba de nuevo su mano en mi brazo.
Tras un rato caminando en silencio, decidí preguntarle lo que me dejé en el tintero el día anterior.
–Ahora estoy en otro hotel –dijo de manera evasiva, quitándole importancia con un gesto de su mano–. Me marché del primero porque tampoco hicieron nada cuando desaparecieron mis joyas.
–¿Y su familia? ¿No pudo ayudarla? –quise conocer el motivo de su soledad.
Su mirada se volvió evocadora.
–Mi familia…, mis hijos viven en Alemania –la nostalgia era patente en su voz.
–¿No vienen a visitarla?
–Algun día –dijo con sonidos rotos–, cuando las circunstancias lo permitan.
–Y usted, ¿no va a visitarlos? –le pregunté.
–No puedo –afirmó categórica al tiempo que se soltaba de mi brazo. Sus ojos, antes evocadores y nostálgicos, se volvieron fríos y distantes, como dos cubitos de hielo–. Llegué a España en el año cuarenta. Tenía veintitres años. Y decidí quedarme.
¿El año cuarenta? ¿En plena Guerra Mundial?
–¿Vino como refugiada? –inquirí sin evitar ser un poco grosera con la pregunta.
Ella me miró largamente a los ojos. Parecía escrutar mi interior, mi alma, pero era incapaz de apartar la vista de ella. Luego, una media sonrisa de desdén apareció en sus labios.
–¿Cómo refugiada? No. Vine como invitada, en tren, en el Amerika –explicó–. Fui una de sus secretarias cuando vino a entrevistarse con vuestro caudillo. No volví con ellos.
Dicho lo cual y, tras una breve inclinación de cabeza, se dio la vuelta y se alejó de mi vida dejándome con la boca abierta por la incredulidad.
El año cuarenta, el Amerika, el tren del Führer. Vino con los nazis. ¿Escapó de ellos? Una desertora para sus compatriotas, una paria encubierta para nuestro país. Ahora lograba entender su rechazo a identificarse, su impotencia ante la injusticia cometida, su secreto agarrotado en el fondo de su alma y la soledad en la que había vivido desde entonces, sin familia a la que estrechar entre sus brazos, sin amigos con los que confiarse entera y completamente, sin nadie en quien pudiera apoyarse.
Viéndola alejarse por el paseo junto al mar comprendí la clase de soledad que había regido la mayor parte de su vida; una impuesta por las circunstancias, no querida pero tampoco rechazada, en definitiva, esa a la que todos tememos y que muchos sufren en el anonimato: la soledad del alma perdida, la soledad del maldito.